lunes, 29 de diciembre de 2014

La mujer es la casa del hombre



"La mujer es la casa del hombre". Si hay alguna piedra angular en la literatura de Abelardo Castillo se encuentra en esa frase. La idea salta de mil maneras a lo largo de sus cuentos. Mírenla acá, en este fragmento de "La fornicación es un pájaro lúgubre", que comparto en extenso, porque sería un crimen mutilarlo.
Feliz año nuevo.

"Y ahora, por favor, silencio.

"Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el sentido cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los libros, hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor, cortejar. Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin demasiado dolor, que hay que estar preparado para despertarse cada mañana en una casa que no es más la nuestra, ni volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi confianza en las palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí, eran el bosque sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran como remansos de la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido los barcos y los hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de la que fue una espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta pieza de hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el intacto escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color del vino. Mi madre no estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a ir; pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y la flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas. Después crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como Agustina le estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía. Esa noche, Bender durmió solo. Pero desde esa noche «hacer el amor» significó brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me pareció, un abuso de lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché y trinqué; rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solitariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor. Yo creo que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con desconsuelo su mirada en mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos milenarios que tenía mamá cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser el señor Valdemar derretido, y cuando les pregunto qué pasa ellas dicen que a los tipos como Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No sé, a lo mejor todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los hombres somos seres inferiores e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió Bender la tarde del 10 de junio de 1980, algo empiezo yo a descubrir ahora. Mientras voy doblando dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo decirle que no hable, que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a un objeto muy frágil sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su cuerpo titila como una constelación que hubiese adoptado la forma de una mujer, he comenzado a develar el verdadero sentido de las palabras hacer el amor. Hacer el amor, armarlo, levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a columna, y dejarlo instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El árbol vedado del remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento, enseñaba esa peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado entre las plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de fuego. Hacer el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y habitarlo, hay, antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es la casa del hombre, decían los antiguos. Es cierto. La mujer es una casa construida según la lenta albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures, esto que se está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus ritmos, no es el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El amor no puede hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda años. Hay hombres y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se hace, hay muchachas y muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado levantar una sola viga ni abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros que son diezmados, supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin darles tiempo a reunir los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras mi boca en tu oreja y tu boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por los contornos de médano de tu cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra lustral de un sótano, en una cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar nunca con el temblor que ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena fina por la que pasara un río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos, martirizadas bocas de dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de parejas muertas que nunca van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo ahora, este miedo dulce de ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace rodar de un lado a otro en la oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace decir qué, qué me pasa, manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no encontrarán lo que tu mano, de pronto inexperta, busca entre mis piernas, hombres que tuvieron piernas y un sexo para usar entre las piernas, matas de cabello de mujer que no llenarán nunca el puño de un varón, puños de varón que nunca mías empujarán con dulce brutalidad la cabeza de una muchacha hasta la consentida sumisión, hasta la ambigua servidumbre que sólo la hembra del varón aprende, que no conocen las bestias ni los ángeles, pero que Agustina ahora no acepta, de rodillas sobre la alfombra y con las manos juntas como una mantis religiosa, volviendo a sacudir de un lado a otro la cabeza como si rezara, apretando los dientes acaso por el súbito horror de querer arrancarme el sexo de las entrañas, por primera vez no acepta, mientras Bender de pie sonríe y acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como quien amansa un animalito cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos, se arrodilla junto a ella y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara la va tendiendo sobre el piso y la abre como a un cauce mientras Agustina murmura por qué acá, por qué así, y él le dice que se calle, que no hay que pensar, que escuche, que escuche cómo cae la lluvia."

(La fornicación es un pájaro lúgubre, Abelardo Castillo)

domingo, 21 de diciembre de 2014

La conjura de los necios (prólogo)

Portada (maltrecha) de La conjura de los necios.

Recuerdo que me empeñé en leer La conjura de los necios precisamente por la lectura que hice de su prólogo en algún lado de internet. El libro, que anduve una buena temporada cazando, se me fue olvidando, pero hace un par de semanas se me apareció en el estante de una de las librerías de uso que suelo visitar. Ahora que lo tomo para leerlo vuelvo a toparme con el prólogo de Walker Percy y me sigue pareciendo una pieza de sencilla seducción, una de las mejores invitaciones a la lectura que he visto alguna vez. Aquí se los dejo.

Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.

Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.

En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.

He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.

Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.

Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toole es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos… y un negro con el que Toole logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.

No obstante, el mayor logro de Toole es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se. le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.

No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.

También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.

La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.

Es una verdadera lástima que John Kennedy Toole ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.


WALKER PERCY

PD: Acá pueden descargar la novela en .pfd

viernes, 12 de diciembre de 2014

Los presupuestos, de Ramón Fernández-Larrea, en #ViernesDePoesía


Lo decía hace unos días en Facebook; me tropecé accidentalmente con una antología de Ramón Fernández-Larrea y no he podido dejar de hojearla en los minutos libres que encuentro. Espero encontrar los minutos de tranquilidad para dedicarle a ese libro las líneas que merece. Por lo pronto, quería compartir este tremendo poema.

Los presupuestos

esta es una oveja

dios y el día la hicieron blanca para pastar
con ojos de agonía duros y negros y músculos poderosos
en el pescuezo en fin toda una oveja
edison la sentó en la eternidad
porque una oveja es como decir el cordero
su sangre de castigo que nos cae

esta oveja tiene límites cuatro fronteras turbias
la noche el amanecer que le dicta su estómago
el cuchillo que lanza guiños y el lobo
rondándola
mirándola
cruzando sus fauces calientes

el miedo de la oveja es su límite no pidan más
para un animalito de dios no se puede pedir más
esta es la oveja basta es su temblor en cuatro patas
cuatro fronteras lleva en su corazón
ya dije que la noche y el día y el puñal deseándola
y un aullido que le pone la carne de gallina
dios la mandó a pastar y hasta la puso de ejemplo

pero qué es un aullido

las márgenes del río turbio de la memoria
las palabras de asombro que cercenan
la oveja necesita un pastor la oveja con sus músculos
poderosos en el pescuezo donde caen
la noche el día y el cuchillo
o la humeante mandíbula y hasta la tenue mirada de dios
medio enfermo con tantas reclamaciones
rondándola
mirándola
haciendo que necesite un pastor

la oveja no lo escoge

el pastor lo sabe y fuma en silencio y aprovecha
para comer el pan que también dios puso en su mano
los dos sonríen mirando el miedo de la oveja
uno inventó al lobo
hizo al otro crear el cuchillo
para que en la noche relumbre y quede un filo
de alba zigzagueante
la oveja y el pastor comparten el cielo y ciertos miedos
pero la oveja no elige a su pastor

pero qué es un aullido

un aullido puede ser un túnel lleno de espumas quemantes
un aullido es la señal precisa para alzar el cuello y escapar
una mancha casi oscura el fuego en la mano recogida
un aullido es la peor de las madres bebiendo
es el farol sordo para que los piratas desciendan

la tembladera que comienza a morder
un aullido es la pesadilla del pastor
el ojo de la oveja que necesita de otras
para pensar que la mandíbula no viene por ella

porque un cuello se vuelve más remoto
cuando hay un mar de cuellos pegados al piso

qué es entonces la oveja
sino la madrugada o cuatro límites
un músculoso pescuezo que se dobla día tras día
al lado de otro viene engrendrado
sino las patas que tiemblan encima del miedo

una oveja es la posibilidad de un pastor

la sonrisa de dios miserable y olvidadizo
o un pan mordido en la mano.