Abelardo Castillo es (Borges, Kafkfa & Cía, miren para otro lado...) mi cuentista favorito. Al Centro Onelio le debo un montón de cosas pequeñas, algo bastante lógico considerando mis escasas dotes de narrador; pero entre esas maravillas mínimas que le debo se encuentra el haberme puesto delante del autor de El hacha pequeña de los indios.
Por si no bastara con esa capacidad suya de convertir cada relato en una joya, ahora me topo con lo que bien podría ser mi declaración de principios, si es que uno tuviera algunos. No digo más, les dejo con Castillo.
(…) No se trata de un mero simulacro de orden, o de que a
los cuarenta años me empiece a sentir más o menos póstumo. Así como hay poetas
que han escrito una sola obra (pienso en Hojas
de hierba, de Whitman; en Las flores
del mal, de Baudelaire), yo siempre quise ser autor de un solo libro de
cuentos. Compruebo que ya no van quedando escritores ascéticos, que se escribe
de más y se publica demasiado: me basta entrar en un librería o leer el
catálogo de una casa editora para alarmarme ante el porvenir de la literatura
contemporánea; reducir a uno los libros de cuentos que escriba tiene (por lo
menos en un sentido numeral, y para mi sola paz interior) la ventaja de achicar
un poco mi colaboración con el olvido.
Suele reprochárseme que publique poco. También se me
reprocha que corrija demasiado, que las reediciones de mis dramas y relatos
nunca coincidan con la anterior, que desaparezcan párrafos y hasta historias
enteras de mis libros. Nadie habló mejor que Valéry de esta manía de alargar
hasta el vértigo la composición de los textos literarios, de esa orfebrería “de mantenerlos entre el ser y el no ser,
suspendidos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los
arrepentimientos, de tal modo que una obra, siempre reexaminada y refundida,
adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno
mismo”. Yo también creo que hay una ética de la forma, yo también creo que
ningún escritor puede afirmar honradamente que una obra está terminada sino a
lo sumo postergada, y que publicarla por cansancio (o por cansancio destruirla)
es accidental. No estoy de acuerdo con el modo de producir de mi generación,
incluso estuve por escribir: de mi tiempo. Y quizá debí escribirlo. Ya no se
publican libros; se publican libretas de apuntes. Se manda a imprimir la
primera versión de un texto y se le llama contra-literatura, o novela abierta,
o antipoema. No hablo de obras como Ulises
(sic), en las que el caos y la desesperación formal son justamente eso:
desesperación de la forma. Hablo de quienes no se han puesto a pensar que para
llegar al desorden y al vértigo del último Joyce hay que haber empezado por la
transparencia de Dublineses; hay que
haber llegado a no poder escribir de otro modo. La forma no es más que eso: el
último límite de un artista, su imposibilidad de ir más lejos.
Abelardo Castillo,
posfacio a Las panteras y el templo (Los mundos reales (Cuentos completos),
Alfaguara 2008)