Portada (maltrecha) de La conjura de los necios. |
Recuerdo que me empeñé en leer La conjura de los necios precisamente por la lectura que hice de su prólogo en algún lado de internet. El libro, que anduve una buena temporada cazando, se me fue olvidando, pero hace un par de semanas se me apareció en el estante de una de las librerías de uso que suelo visitar. Ahora que lo tomo para leerlo vuelvo a toparme con el prólogo de Walker Percy y me sigue pareciendo una pieza de sencilla seducción, una de las mejores invitaciones a la lectura que he visto alguna vez. Aquí se los dejo.
Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.
Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.
En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.
Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.
Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toole es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos… y un negro con el que Toole logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.
No obstante, el mayor logro de Toole es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se. le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.
No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.
También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.
La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.
Es una verdadera lástima que John Kennedy Toole ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.
WALKER PERCY
PD: Acá pueden descargar la novela en .pfd
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