lunes, 20 de mayo de 2013

Lágrimas por Hamlet Hidalgo



Para Carlos, tras una lectura relampagueante de Sobre el asfalto cubierto un ave con sed, este texto escrito una tarde de mayo de 2013, pero que está hecho para ser leído en algún tugurio de La Habana de 2022.

Lo que nos une escapa y esa es nuestra desdicha

Última escena, Hamlet Hidalgo


Yo, no me caben dudas, voy camino al fracaso. Lo debí haber prevenido aquella tarde oscura de mi niñez, que extendí la mirada por sobre los edificios grises de La Coronela, y no pude encontrar una palabra para abarcar la tristeza que me hizo aferrarme a los barrotes del balcón. Ahora, que debo estar dejando la piel –no por mí, sino por mi madre y mi hermana, por mis amigos- en ese trozo de tiempo que alguien llamó graciosamente tesis de licenciatura, cedo al deber secreto de abrir un poemario que el editor de Hamlet Hidalgo envió a mi correo.


Abro el documento, y leo, y leo, y leo. Me adentro en un cuaderno escrito para el futuro o en el futuro mismo, no me queda claro, y siento la vergüenza de los profanadores de tumbas, la vergüenza del que llega demasiado temprano a una fiesta a la que lo invitaron por mera cortesía y en donde no conoce a nadie. Al principio solo veo poemas mediocres, ni buenos ni malos, unos poemas en los que reconozco la misma angustia que me recorre pero que no logra cuajar. Y sin embargo, de a poco, empiezo a avistar unas luces que presagian ojos en los oscuro, unas corrientes de aire que soliviantan la superficie del agua. No sé bien por qué, pero se me llenan los ojos de lágrimas, unas lágrimas que no saben a sal ni a nada, pero que corren como jíbaros en la noche, persiguiendo la presa invisible. Y con lágrimas y vergüenza en los ojos me reencuentro con Hamlet.


Admiro a Hamlet, él lo sabe. Tenemos una extraña fraternidad que no está constituida por los sucesos que usualmente forjan la camaradería. Hamlet y yo, durante los dos primeros años de la universidad apenas cruzamos palabras. Nos medíamos en la distancia, nos leíamos en la distancia, como esos pistoleros de viejos filmes que pasan minutos eternos intercambiando miradas a pantalla completa. Pero las piedras en el camino nos fueron arrimando y un buen día nos supimos cerca, no amigos, pero algo, si es posible, más antiguo e inconfesable que eso.


Con los años nos reconocimos y aferramos a un par de verdades tambaleantes –lo que nos une es algo inexorable, / es una furia amarga y una misa-, y a cada rato nos lanzábamos un texto a la cabeza, con la esperanza de aniquilarnos o darnos un abrazo. Hamlet tiene un espíritu indomesticado, una voz primitiva y agónica que se  lanzó a las aguas de los concursos literarios y braceó hasta llegar a un par de islas desde la que podía mirarme orgulloso. Pero no lo hacía, o al menos intentaba no hacerlo; prefería en cambio seguir con el silencioso intercambio de golpes.


En esta ocasión tuvo la gentileza de acordarse de mí, que viví 9 años antes de que Sobre el asfalto cubierto un ave con sed se convirtiera en el cuaderno de poemas que es, pero también me hizo de sus trastadas al lanzarme este uppercut desde donde no puedo alcanzarlo. Quisiera creer que es el último acto de su larga cadena de bromas, pero sé que estos acabarán con mi muerte (que no con la suya; estoy seguro que me dejará una que otra boutade escondida si tengo el mal gusto de sobrevivirlo).


Qué estás haciendo, estúpido, me digo mientras leo estos poemas, ponte a trabajar; deja de regalarle horas a la incertidumbre, pórtate como un hombre por una vez en la vida. Me muerdo los labios para detener las lágrimas. Ninguno de los dos, a pesar de haber intentado sumergirnos en más cloacas de las que nuestros pulmones pueden resistir, sabe qué cojones es la poesía. Pero Hamlet, debo confesarlo, me lleva en este mismo segundo una ventaja irrecuperable. Hamlet encontró como ablandar la piedra, como perforar el ruido, como arañar el cristal con las propias manos. Hamlet, ahora lo entiendo como entiendo mis lágrimas, encontró mis respuestas. Y yo que todavía no traduzco su pregunta.

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