Para Carlos, tras una lectura relampagueante de Sobre el asfalto cubierto un ave con sed, este texto escrito una tarde de mayo de 2013, pero que está hecho para
ser leído en algún tugurio de La Habana de 2022.
Lo que nos une escapa y esa es nuestra desdicha
Última escena, Hamlet Hidalgo
Yo, no me caben dudas, voy camino al fracaso. Lo debí haber
prevenido aquella tarde oscura de mi niñez, que extendí la mirada por sobre los
edificios grises de La Coronela, y no pude encontrar una palabra para abarcar
la tristeza que me hizo aferrarme a los barrotes del balcón. Ahora, que debo
estar dejando la piel –no por mí, sino por mi madre y mi hermana, por mis
amigos- en ese trozo de tiempo que alguien llamó graciosamente tesis de
licenciatura, cedo al deber secreto de abrir un poemario que el editor de Hamlet
Hidalgo envió a mi correo.
Abro el documento, y leo, y leo, y leo. Me adentro en un cuaderno
escrito para el futuro o en el futuro mismo, no me queda claro, y siento la
vergüenza de los profanadores de tumbas, la vergüenza del que llega demasiado
temprano a una fiesta a la que lo invitaron por mera cortesía y en donde no
conoce a nadie. Al principio solo veo poemas mediocres, ni buenos ni malos,
unos poemas en los que reconozco la misma angustia que me recorre pero que no
logra cuajar. Y sin embargo, de a poco, empiezo a avistar unas luces que
presagian ojos en los oscuro, unas corrientes de aire que soliviantan la
superficie del agua. No sé bien por qué, pero se me llenan los ojos de
lágrimas, unas lágrimas que no saben a sal ni a nada, pero que corren como
jíbaros en la noche, persiguiendo la presa invisible. Y con lágrimas y
vergüenza en los ojos me reencuentro con Hamlet.
Admiro a Hamlet, él lo sabe. Tenemos una extraña fraternidad
que no está constituida por los sucesos que usualmente forjan la camaradería. Hamlet
y yo, durante los dos primeros años de la universidad apenas cruzamos palabras.
Nos medíamos en la distancia, nos leíamos en la distancia, como esos pistoleros
de viejos filmes que pasan minutos eternos intercambiando miradas a pantalla
completa. Pero las piedras en el camino nos fueron arrimando y un buen día nos
supimos cerca, no amigos, pero algo, si es posible, más antiguo e inconfesable
que eso.
Con los años nos reconocimos y aferramos a un par de
verdades tambaleantes –lo que nos une es
algo inexorable, / es una furia amarga y una misa-, y a cada rato nos lanzábamos
un texto a la cabeza, con la esperanza de aniquilarnos o darnos un abrazo. Hamlet
tiene un espíritu indomesticado, una voz primitiva y agónica que se lanzó a las aguas de los concursos literarios
y braceó hasta llegar a un par de islas desde la que podía mirarme orgulloso.
Pero no lo hacía, o al menos intentaba no hacerlo; prefería en cambio seguir con
el silencioso intercambio de golpes.
En esta ocasión tuvo la gentileza de acordarse de mí,
que viví 9 años antes de que Sobre el
asfalto cubierto un ave con sed se convirtiera en el cuaderno de poemas que
es, pero también me hizo de sus trastadas al lanzarme este uppercut desde donde no puedo alcanzarlo. Quisiera creer que es el último acto de su
larga cadena de bromas, pero sé que estos acabarán con mi muerte (que no con la
suya; estoy seguro que me dejará una que otra boutade escondida si tengo el mal
gusto de sobrevivirlo).
Qué estás haciendo, estúpido, me digo mientras leo estos
poemas, ponte a trabajar; deja de regalarle horas a la incertidumbre, pórtate
como un hombre por una vez en la vida. Me muerdo los labios para detener las
lágrimas. Ninguno de los dos, a pesar de haber intentado sumergirnos en más
cloacas de las que nuestros pulmones pueden resistir, sabe qué cojones es la
poesía. Pero Hamlet, debo confesarlo, me lleva en este mismo segundo una
ventaja irrecuperable. Hamlet encontró como ablandar la piedra, como perforar
el ruido, como arañar el cristal con las propias manos. Hamlet, ahora lo
entiendo como entiendo mis lágrimas, encontró mis respuestas. Y yo que todavía
no traduzco su pregunta.
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