“Dos horas después
estaban sentados entre dos estibas de tablones de Kibee, donde nadie pudiera
verlos, y Francis le decía unas ternezas que se había jurado a sí mismo no
decir en la vida.
“Y entonces se besaron.
“No fue entonces sino horas o tal vez días después cuando
Francis comparó aquel beso con el primero de Katrina y los encontró tan
distintos como los gatos y los perros. Ahora, al recordar los dos besos
mientras miraba a Annie con sus dientes postizos, descubrió que un beso puede
expresar un modo de vida lo mismo que una sonrisa o una mano llena de
cicatrices. Los besos vienen de abajo o de arriba. Unas veces vienen de la
cabeza, otras del corazón y otras vienen, sencillamente, del vientre. Los besos
que se extinguen poco a poco vienen del corazón y dejan un sabor dulce. Los besos que vienen de la cabeza tratan de
poner las cosas en claro dentro de la boca del otro, y esos apenas cuentan. Y
los besos del vientre y de la boca al mismo tiempo, tal vez con una pizca de
corazón, como los de Katrina, bueno, son besos que pueden volverte loco para
toda la vida.
“Pero un día te encuentras con un tornado como aquel que te
pilló entre los tablones de Kibee, salido de la cabeza, del corazón y del
vientre, y de esas manos que se te enredan en el pelo, y de esos pechos que
todavía no se han hinchado, y de la presión de esos brazos, y del tiempo mismo,
que te dice lo que eso puede durar sin que empieces a aburrirte ni por asomo,
como te aburrías años después al besarlas a todas menos a Helen, y de unos
dedos (Katrina tenía dedos como aquellos) que te palpan el rostro y el cuello,
y del contacto de sus hombros en tus manos, y de esos huesitos que se le asoman
en la espalda, como alas de ángel, y de esos ojos que se abren y se cierran una
y otra vez, para asegurarse de que esto está pasando de verdad, que no lo estás
soñando, y, una vez que lo ha comprobado, pues muy bien, y vuelve a cerrarlos,
y de esa lengua, qué bárbara, la lengua, vas a tener que preguntarle dónde ha
aprendido todo esto, porque nadie lo hace así más que Katrina, que está casada
y tiene un hijo y puede saber, pero Annie, maldita sea, Annie, de dónde lo
sacas, o es que vienes a menudo a los tablones (No, no, no, ya sé que no, que
tú, eso nunca) y, por lo tanto, es algo natural que en una mujer como Annieel
beso brote de todas las partes del cuerpo, y más de esa boca llena de dientes
nuevos que Francis está mirando ahora, que tiene los mismos labios que Francis
recuerda, pero que él ya no quiere besar salvo con la memoria (aunque eso
podría estar sujeto a revisión), y ve como, mucho más allá de la boca, una zona
primaria del ser de aquella mujer, una zona que lo hace evocar el recuerdo, no
ya de años, sino de décadas o más, recuerdo de épocas, eones, que lo hace
comprende que donde quiera que él haya estado con una mujer y sentido aquello,
ya fuera en una cueva, en una choza, o en un aserradero de North Albany, él y
ella, los dos, sabrían que en cada uno había algo que tenía que dejar de ser
uno para ser dos, que tenía que jurar que nunca podría haber otra (como nunca
la hubo, en realidad), y que habría lealtad y sumisión y fidelidad y todas esas
zarandajas con las que la gente se devana los sesos cuando lo que están
diciendo no tiene nada que ver con lo temporal sino con el descubrimiento
simultáneo de la pareja eterna, pues bien, entonces, señor mío, entonces los
dos, Francis y Annie, y los Francis y las Annies de cualquier época, sabrían en
aquel preciso instante que entre ellos había algo que dejar de ser dos para
hacerse uno.
“Esta fue la revelación de aquel beso.
“Francis y Annie se casaron un mes y medio después.
“Katrina, yo siempre te querré.
“Pero el caso es que se ha presentado algo”
John Kennedy, Ironweed
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