Piedra
El ancla de
mi cuerpo está hecha de un fragmento de montaña de mi pueblo natal, un trozo de
eternidad arrancado al tiempo que me ayuda a no perder el rumbo. El ancla de mi
cuerpo tiene una curiosa forma de mujer, y donde van los ojos está la entrada a
otro mundo, un mundo en el que nunca amanece del todo, y las lechuzas viven en
las casas y la gente no es cobarde ni malagradecida. Según la luz del sol, las
ganas, el color de las gaviotas, los estados de ánimo y los estados del tiempo
el ancla de mi cuerpo gana o pierde densidad. Sucede así que hay días en los
que no me muevo un centímetro en esa larga recta que llaman mar- o vida,
depende de a quién se pregunte. Sucede así que hay días que navego en contra de mi
voluntad -que al final son los mejores días porque me recuerdan que dejarse
llevar, si se conoce el destino, es la manera de convertir los lugares comunes
en templos de la sorpresa-. Esto ocurre a veces, y son días deliciosos y locos,
pero el resto del tiempo navego seguro. El ancla de mi cuerpo, con forma de
mujer, es mi camino al sueño, mi resguardo contra las tormentas, mi amuleto de
la felicidad, una piedra de mi pueblo natal que me salva de todos los miedos.
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