sábado, 31 de mayo de 2014

Belleza

Busqué este texto luego de un comentario que me dejara en Facebook Rosa Muñoz, a propósito de un chiste que no le hizo demasiada gracia. Para ella vayan, pues, las palabras de Carlos Fuentes, que hago mías.


Foto: Anastasia Pottinger


por Carlos Fuentes


La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con el ser amado que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables.
Pero existe también —siempre ha existido— una belleza de lo horrible.

La terrible y hermosa advertencia de la poesía barroca española es que el alma «su cuerpo dejará», escribe Quevedo, mas «no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado». Prever la muerte del cuerpo no lo priva de su presencia, la acentúa pero no nos exime de presentarle, en vida, el cuerpo al alma y el alma al cuerpo, preguntándose: «¿Somos uno? ¿Somos armónicos?»

¿Depende la armonía del cuerpo y alma del ideal de belleza que distintas culturas y distintos tiempos nos han presentado? A Rubens le gustaban gordas y a Modigliani flacas y el ideal límpido de Botticelli no es el antiideal malsano de Schiele. Sin embargo, de nuestro concepto de la belleza depende nuestra elección de la belleza. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? Nos gusta lo que se parece a nuestro ideal. Una maravillosa modelo de la moda actual pasaría por una tísica a los ojos del siglo XIX. Cindy Crawford sería una moribunda en el harén de Delacroix.

Hace poco, la novelista chilena Marcela Serrano atribuía a la mujer moderna la capacidad de cambiar de piel como las serpientes, liberándose de fatalidades y servidumbres añejas. El símbolo de la piel renovada me remite, mediante la concepción de Marcela Serrano, nuevamente a la disociación o armonía entre cuerpo y alma. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? ¿Por qué hablamos de almas bellas y cuerpos feos, o de cuerpos hermosos y almas horrendas? La desarmonía existe, sin duda. Lo que nunca falta es la forma que tanto la armonía como la desarmonía pueden y deben asumir. ¿Qué representaba la decapitada y deshumanizada diosa Coatlicue para los aztecas? Quizás que una divinidad demanda inhumanidad. Pero, ¿no son tan lejanas como la Coatlicue las bellísimas actrices de la pantalla o «las mujeres que pasan por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida», del poeta mexicano Tablada?

Un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende —parcial y momentáneamente— el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La forma femenina como forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa (el «odor di femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y Beethoven sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de sensualidad imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de Julieta y Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido o deseado.)

Pobre sería el arte de la belleza visual si excluyese la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo, lo «gostoso», como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos un placer infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos con ello. Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos concebir, pero que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen, imaginan aunque ni siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en el más grande poema mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la residencia en la tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo tiempo sea temporal, un aquí y un ahora.


La belleza entrega su cuerpo no para decirnos que nos contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro deseo y pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un cuerpo presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna de sus posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte se encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su dolor.

FUENTES, Carlos. (2002). En esto creo. Barelona: Editorial Seix Barral Biblioteca Breve.

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