El nicaragüense Sergio Ramírez (el mismo que nos regalara esa disfrutable novela que es Margarita está linda la mar) recuerda que una de las grandes obras de la literatura universal cumple cincuenta años de publicada. El escritor publicó en Elfaro este texto un tanto nostálgico, pero que no deja de ser un pertinente llamado de atención sobre un libro que bajo ningún concepto podemos olvidar. Aquí se los dejo.
Este mes de febrero se cumple medio siglo de la aparición de Rayuela,
publicada en Buenos Aires por la Editorial Sudamericana. Julio
Cortázar, que ya el año que viene alcanza el siglo, tenía entonces
cincuenta años de edad, con lo que podemos decir que la novela más
experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del
boom, fue la obra de un viejo que nunca dejó de crecer, siempre de atrás
hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura
de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje de William
Faulkner en Desciende, Moisés.
Para los nostálgicos del Club de la Serpiente, que aprendimos en las
páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a ver el mal
gusto delictivo que había en apretar el tubo de pasta dentífrica desde
abajo, no deja de ser una ofensa el silencio casi completo que se cierne
sobre este aniversario. He contado en Internet las referencias que hay
sobre artículos de prensa para recordar el fasto, y no pasan de cinco o
seis. ¿Será que envejeció Rayuela junto con todos nosotros? Supongo que
no, y me consuelo diciendo que a lo mejor se trata más bien de otro
clásico olvidado.
Extraño los congresos de escritores y especialistas para celebrar el
cumpleaños, las ediciones críticas especiales, los suplementos
literarios dedicados a examinar la obra, a medir su vigencia, a explorar
sus consecuencias en la literatura contemporánea, a indagar entre los
escritores jóvenes qué piensan de su atrevido sentido de ruptura, la
escritura como una aventura siempre al borde del abismo, es alternancia
perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico,
la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París mientras
sesiona en el Club de la Serpiente, que es una de las escenas
sentimentales mejor escritas de nuestra literatura.
Lo experimental, lo que parece desmedido porque rompe las reglas o se
burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico, y
viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en
la escritura del futuro. Y entonces, apagado el ruido de la novedad de
los capítulos intercambiables, o suprimibles, el léala como quiera y
pueda, lo que queda es la majestad de la prosa, la belleza, en fin, que
es la que de verdad hace sobrevivir un libro a través de las edades.
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme,
viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas
la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las
formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces
andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro,
inclinada sobre el agua….” De los libros inolvidables uno aprende de
memoria el primer párrafo, o esa lectura nunca existió, se la llevó el
agua del tiempo en su fluir incesante donde tantos libros van a parar a
la mar, que es el morir. ¿Encontraría a la Maga? Ese párrafo puede
leerse ya, pasado medio siglo, créanme, como el de cualquier otro de los
grandes libros que vuelven siempre a la memoria envueltos en su propio
resplandor, esas epifanías de la lectura que nos reencuentran con el
milagro.
He discutido el tema Cortázar con escritores muy jóvenes que se abren
camino en este siglo veintiuno de tan pocas certezas y demasiadas
incertidumbres, y alguno me ha dicho que lo que pasa es que Rayuela fue a
mi generación lo que Los detectives salvajes es a las nuevas, una
biblia laica de enseñanzas acerca de cómo romper todos los platos de la
alacena con el mayor escándalo posible. Puede ser que también sea eso.
Pero en la literatura que no perece hay necesariamente bastante más.
Rayuela, nuestra biblia de tapas negras, que yo recuerde no contenía
propuestas políticas en aquellos años sesenta donde lo que había era
precisamente propuestas políticas, los movimientos de liberación, el fin
de los régimen coloniales, la primavera del 68 en Francia y la masacre
de Tlatelolco en México, la lucha por la igualdad racial en Estados
Unidos. Pero contenía una propuesta ética, una propuesta para vivir.
Enseñaba formas de inconformidad y rebeldía en contra del statu quo.
Aquellos despreocupados ácratas, Oliveira a la cabeza, que hablaban de
todo y venían de todas partes, entraban por su cuenta en el paisaje de
inconformidad general donde Rayuela cabía junto a los ruidos que aún no
se apagan del concierto de Woodstock, los gritos de histeria que
recibían a los Beatles en los escenarios, las protestas por la guerra de
Vietnam, las marchas encabezas por Martin Luther King. No eran tiempos
de sosiego, y Rayuela tampoco era una novela tranquila que se pudiera
leer en un par de días y luego meter en un estante y olvidarla.
Y entre dictaduras militares y mediocridad cultural, gobiernos
corruptos y malos escritores, opresión económica y opresión cultural, no
había diferencias perceptibles para quienes velábamos nuestras armas
entonces. Y Rayuela ofrecía reglas útiles para quienes en aquellos años
fervorosos empezábamos a la vez el camino de la acción política y el de
la acción literaria. Entre ambos, no podíamos percibir muchas
diferencias, desde luego que la palabra compromiso y la palabras causa
hacían de la acción política y de la acción literaria una sola acción.
Cortázar colocó cargas de dinamita en toda aquella armazón
fosilizada. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y
boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser
cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas. Y
a los cronopios tocaba intentar las revoluciones, en nuestras propias
vidas y en la vida de todo lo que nos rodeaba.
Un libro de iniciación que igual que su autor seguirá botando años
por el camino. Sólo hay que leerlo, o volver a leerlo empezando, eso sí,
por el primer capítulo. Allí comienza su eternidad.
Masatepe, enero 2013.
Gracias por esto. A mí también me dolió tanto silencio alrededor de Rayuela y su cumpleaños. Pero hay quien todavía se(nos) defiende de la desmemoria. Besos
ResponderEliminarFue un silencio extraño, ¿verdad? Como si la saturación de otras épocas provocara un voto de castigo a la que es sin dudas una de las obras maestras de la literatura. Pero, bueno, a ese monstruo no le hacen falta homenajes. Un beso para ti,
ResponderEliminarR