Nunca he matado a nadie de una forma directa, expresa, pero haber estado a punto de acabar con Alberto Juantorena
es una de las cosas más grandes que me han pasado. Ocurrió hace tres
años. Yo estaba en Cuba, de vacaciones, gastándome una indemnización del
seguro. Había pasado el día en Bahía de Cochinos y a última hora,
anocheciendo, callejeaba de nuevo por La Habana en mi Hyundai Atos de
alquiler. Sólo ese día había pinchado dos veces, de modo que estaba
deseando parar y beber cuatro mojitos de una asentada, para recuperar el
pulso. Llevaba de acompañante a un funcionario del Ministerio de
Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente cubano, pariente lejano de una
amiga de Lugo, que cumplía las funciones de guía. De pronto, en un giro a
la derecha con poca visibilidad, en pleno corazón del barrio de
Miramar, apareció él. Primero arreció su sombra, que cubrió todo el
vehículo, como un rascacielos, y después él. Emergió de la nada, de la
no materia, y lo ocupó todo. Yo clavé el pie en el pedal del freno.
Hostia, lo maté, recuerdo que pensé. Ni siquiera podría decir, como Galeano, que iba derecho al desastre, pero joder en qué coche. Me vi, en ese instante, en una cárcel cubana diez años. Ignacio
se bajó disparado, yo algo más lentamente, secuestrado por la
conmoción. “¿Estás bien, compadre?”, inquirió mi acompañante. Aquel tipo
alto y fornido se había apoyado en el capó del vehículo, afectado no
tanto por el golpe como por la taquicardia del susto, y apenas asintió
con la cabeza. “¿Seguro?”, tercié yo, todavía persuadido de que lo había
matado. “Seguro”, respondió con media sonrisa. En ese instante, Ignacio
lo reconoció. “Pero si tú eres Alberto Juantorena”.
El
nombre me sentó como una inyección de adrenalina. Me recuperé de golpe y
me ofrecí a llevarlo a un hospital, a su casa, a su barrio, a Montreal
76. Incluso al Parnaso. Al fin y al cabo, Juantorena era un pez gordo de
la Historia. Había hecho algo que ningún ser humano más había
conseguido. Cuando rechazó todos mis ofrecimientos, porque no había
sufrido ni un rasguño, salvo el sobresalto, me pareció oportuno
solicitarle un autógrafo. No tenía un papel a mano y le ofrecí la
documentación del Hyundai Atos. Entretanto, escuchó con paciencia cómo
le declarábamos nuestra admiración, y en un momento dado alegó que tenía
algo de prisa, porque era el cumpleaños de una de sus hijas. Nos
despedimos con un abrazo. Me pareció que se alejaba a nado, precedido de
su sombra, con la misma elegancia que había exhibido en las pistas de
atletismo de todo el mundo.
Ese
movimiento sutil e ingrávido, como pompas de jabón, con el que se
adentró en la noche el memorable Alberto Juantorena Danger, procedía, en
el fondo, del mismo árbol que el minuto y cuarenta y tres segundos que
empleó en la final de los 800 metros de los Juegos Olímpicos de
Montreal. Vi esa carrera en vídeo hace quince años por vez primera, y
desde entonces he vuelto a verla unas cien veces más. No es tanto una
carrera como un vals mezclado con boxeo. Narrada en inglés, como aparece
en todos los vídeos de Youtube, es posible que sólo te emociones con la
elegancia de la zancada de Juantorena, aunque no entiendas nada, pero
si escuchas la voz del periodista cubano Héctor Rodríguez Alamaral,
quieres morirte. Te resquebraja. Cuando el atleta, como si estuviese
llegando al final de un soneto, enfila la última recta, donde se deja
llevar por la sinfonía de su zancada, el narrador cubano estremece a su
país describiendo los metros finales: “Ahí viene Juantorena con el
corazón, viene Juantorena de Cuba, Juantorena con el corazón, Juantorena
con el corazón, Juantorena con el corazón… ¡Y medalla de oro para
Alberto Juantorena de Cuba!”
El
verano del 76 Juantorena Danger llegó a Montreal con el cartel de
favorito para el oro en los 400 metros lisos. En Munich 72 apenas había
alcanzado la semifinal, con un decepcionante quinto puesto y unos
discretos 46,07 segundos, pero desde entonces habían ocurrido cosas
asombrosas. Nadie, sin embargo, consideraba demasiado en serio sus
opciones en los 800 metros. Ese era un territorio propiedad de los Ivo van Damme y los Rick Wohluter.
De hecho, muchos de los que corrían esa distancia participaban a la vez
en los 1.500. Por si no bastase, menos de veinticuatro horas después de
esa final, él debería correr la primera eliminatoria de los 400 metros.
La duplicidad también conspiraba contra sus opciones. Tal vez fuesen
demasiados esfuerzos en tan poco tiempo. Se arriesgaba a la nada. Aunque
su preparador, el polaco Zygmunt Zabierzowski, tenía
otra teoría. “Es bueno que te den por muerto antes de la salida”,
sostenía. “En el momento que te sitúes por delante y no desfallezcas, el
shock será doble para los otros”.
Apenas
dos meses antes de la cita olímpica, el plan era disputar únicamente
los 400 metros. Pero todo cambió durante la preparación en altura en
México. “Un día estábamos entrenando Figueroa, Lázaro y
yo y apareció el polaco con una idea nueva en la cabeza y me dijo que
iba a correr los 800 metros. Yo me asusté —contaría Juantorena— porque
mi evento eran los 400 planos. Pensé que a lo mejor me cansaba en
aquello que no era lo mío y al final no iba a poder agarrar medallas ni
en cuatro ni en ocho”. Pero Zabierzowski estaba tranquilo. “No tienes
historia y nadie cuenta contigo. Vamos a llevar el caos al orden. Tus
rivales se van a preguntar quién ese jabado de 1.90 y flaquito
que intenta lo imposible: ganar en 400 y en 800″. Esa ventaja la
mantendría casi hasta el último momento. Las eliminatorias mostraron
enseguida, salvo en la primera prueba del 400, el peligro que entrañaba
Juantorena. “Fue la estrategia concebida y diseñada por mi entrenador:
la subvaloración”.
Llegó
el 25 de julio. Eran las 17.14 horas. En esos momentos pasan pocas
cosas por la cabeza que no sean arrancar, correr como si previeses tu
muerte y llegar el primero. Nuestro atleta, según confesaría, tuvo
tiempo para pensar en la Revolución y en los sacrificios de su pueblo.
En el momento álgido de la tarde, la organización contó 72.000
espectadores. Todos o casi todos ansiaban una victoria del
estadounidense Rick Wohlhuter. Juantorena, con el dorsal 217, partía por la calle cinco. Por la tres saldría el temible Wohlhuter. No menos que Iva van Damme, el belga, que corría por la cuatro, mientras que por la seis lo haría el indio Sri Ram Singh, un suicida nato que por momentos parecía correr sin cabeza para alcanzar mayor punta de velocidad.
El destino de aquella final lo completaban Willie Huelbeck (Alemania), Steve Ovett (Gran Bretaña), Carlo Grippo (Italia) y Luciano Susanj (Yugoslavia). Sólo faltaba el keniata Mike Boit
en el estadio canadiense para creer que aquella podía ser la carrera
soñada, perfecta, irrepetible. Pero el boicot africano para protestar
por la gira del equipo neozelandés de rugby —los All Blacks— por
Suráfrica, donde estaba vigente el apartheid, y la aceptación pese a todo de Nueva Zelanda en los Juegos, impidió su participación.
La
estrategia de Juantorena ese día también transcurría por el precipicio.
De algún modo, en una carrera como aquella, hija directa de la
Historia, no quedaba más remedio que tender a cierta idea de suicidio.
La encomienda de Zabierzowski era clara: reventar a los rivales en el
primer cuatrocientos, y acabar con los sobrevivientes en el último
doscientos.
Cabellera y patillas contra bigote
Los
atletas se acoplan a los tacos de salida. Son las 17.15 horas. El
silencio. Las patillas y la cabellera esférica y estropajosa de
Juantorena sobresalen sobre los bigotes de Wohlhuter y Sri Ram. Suena el
disparo de salida y todo se desboca. No parecen hombres que corren en
pos de una meta y una medalla, sino hombres que huyen de la oscuridad.
En los doscientos primeros metros, después de una salida escalonada, es
difícil saber quién va realmente por delante. En ese momento un gran
caos, no carente de poesía, lo cubre todo. Juantorena lleva detrás a
Wohlhuter, que parece correr tras él para matarlo. En atletismo, si la
concentración es máxima, puedes ignorar los gritos del público, pero no
ser ajeno al jadeo de tu rival, el sonido de su zancada, el golpe de
respiración en tu nuca. La agonía es un ruido insoportable.
Cuando
la carrera va camino de los trescientos metros, en la curva de meta, el
atleta cubano es ya el primero. Su sombra se vuelve un obstáculo para
los que van tras ella, como lo sería años después para mi Hyundai Atos.
Al rebasar la línea de compensación y caer a la calle uno, Juantorena es
primero, Wohlhuter segundo y Van Damme tercero. Pero de pronto, el
indio Ram Singh cambia brutalmente de ritmo. Pierde la cabeza, como
parte de su estilo. En pocos metros comienza a dejar rivales atrás, como
si un pasado oscuro afligiese sus sentidos y emprendiese la escapada
definitiva. Se pone quinto. Se pone cuarto. Se pone tercero. Se pone
segundo. Es una trituradora. Al paso por el ecuador de la carrera
Juantorena sigue primero, a lo suyo: atletismo y poesía. El tiempo del
primer cuatrocientos es estratosférico y asfixiante: 50,85 segundos. Hay
una pulsión de muerte en ese ritmo, demasiado cerca del abismo. Camino
del quinientos, lo supera el atleta indio, que sigue escapando de un
fantasma interior. Pero Sri Ram se suicida mal. A destiempo. Su fantasma
es más fuerte. Se llama Juantorena Danger. El cubano lanza un nuevo
latigazo y en el seiscientos retoma la primera posición con un tiempo en
esa distancia de 1:17.03. La carrera se pone más seria, como si los
participantes se moviesen sobre el linde de una azotea. En la
contrarrecta Juantorena primero, Wohlhuter segundo, Van Damme tercero.
Llegan a esa parte transcendental de los 800 en la que se desenmascara
el dolor. La asfixia. Los malos días del pasado. La taquicardia. El
primer desengaño de la adolescencia. Es un muro difícil de superar,
demasiado alto y liso. En alguna medida, buscando la última curva
enfrentas la mirada de la muerte. Ella también forma parte de la
carrera. Has de bordearla, y en el instante de cruzar la línea de meta,
hablar de tú a tú con ella, y salvarte al parar el crono, vacío. Es la
versión de aquel Don´t go home with your hard-on de Leonard Cohen.
Pero
falta un siglo, como poco, para llegar a la línea final. Antes se
producen las escaramuzas de los supervivientes. En la última curva antes
de meta el norteamericano Wohlhuter intenta rebasar al cubano. Sólo es
una desesperada y fútil intentona. Apenas se acerca a su sombra.
Juantorena tiene su suicidio perfectamente ideado. Su zancada explota de
nuevo, ingrávidamente, como un planeta. El bigote no puede contra la
cabellera y las patillas. En el fondo, un bigote siempre es una máscara,
algo postizo, que un peinado como el de Juantorena siempre desnuda. En
los últimos cincuenta metros el dolor es tan intenso, tan crudo, tan
elegante, que no lo notas, como cuando Bruto propone asesinar a Julio
César con brío pero sin saña, cortándolo como manjar digno de los
dioses, y no como carnaza para perros.
Cuba
al fin tiene un campeón olímpico en atletismo. Tiempo: 1:43.47. Récord
del mundo. Juantorena y su sombra asesina cumplen con su destino. En los
últimos veinte metros, Wohlhuter ni siquiera consigue defender la
medalla de plata, que será para Van Damme. Sri Ram entra penúltimo, sólo
por delante de Carlo Grippo.
Sus
primeras palabras tras el triunfo están dedicadas a Fidel Castro y a su
país, que al día siguiente conmemora el aniversario del asalto al
cuartel de Moncada. Juantorena siempre sospechó que no habría llegado
hasta allí sin la Revolución, pero una vez en Montreal, sobre los tacos
de salida, sabía secretamente lo que iba a ocurrir. En vísperas de la
final, en la habitación que ocupaba el director de la delegación cubana,
había hecho su pronóstico: “Aquí va a brillar el oro mañana”.
Pero
la historia estaba a medias. La tarde del 30 de julio regresa a la
pista para disputar la final de los 400 metros. Después de unas
eliminatorias discretas, se había impuesto en su semifinal con un tiempo
de 45.10 segundos y devuelto las cosas a su sitio. Era el favorito. Es
decir, tenía serias posibilidades de no alcanzar la victoria. Eso eran a
veces los favoritismos. Sus rivales en esta distancia son tan o más
temibles que en el 800: Werner (Polonia), Frazier (USA), Newhouse (USA), Jenkins (Gran Bretaña), Mitchell (Australia), Parks (USA) y Brydenbach
(Bélgica). Pero todos temían a Juantorena. Él era el único que llegaba
sin miedo al estadio. A la hora de la verdad, es una carrera de dos:
Juantorena contra Newhouse. La calle dos contra la cuatro. El pulso dura
hasta los últimos metros y el atleta de Santiago de Cuba, que iba para
jugador de baloncesto, se impone con un tiempo de 44.26 segundos. Fin de
la historia. Y principio. Y fin de nuevo: nadie antes ni después desde
Juantorena ha conseguido ser campeón olímpico, en una misma cita, de 400
y 800 metros. Pensar que yo pude matarlo, y hacerme un hueco en uno de
esos rincones sucios que la Historia reserva a los criminales y los
mamarrachos, me provoca escalofríos. Pero aquel Hyundai Atos advirtió a
tiempo la sombra —seguramente supo que era de un pez gordo— y nos
mantuvo a cada uno en el lugar que le correspondía.
Tomado de JotDown
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