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jueves, 21 de noviembre de 2013
Leila Guerriero: "El periodismo objetivo es la gran mentira del universo, todo es subjetivo"
Publicado por Ramón Lobo
Leila Guerriero (1967, Junín, provincia de Buenos Aires) tiene fama de gran reportera y editora rigurosa, exigente. Es la responsable de la revista Gatopardo en el Cono Sur. El periodista y escritor chileno Alberto Fuguet sostiene que deja «el manual de estilo de la revista The New Yorker a la altura de un paseo por un balneario». Ella se defiende entre risas: «Creo que exagera, en el The New Yorker son terribles». Al final de esta conversación celebrada en Madrid, habla del cardenal Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, tan argentino como ella. Sostiene Guerriero que parte de sus acciones, las muestras de humildad y algunas declaraciones son pose, que no cambiará nada de fondo. «Los que le eligieron sabían a quién elegían. No hay sorpresa. Necesitaban a alguien como Bergoglio porque se les estaban vaciando las iglesias». Guerriero vive en Buenos Aires, en Argentina, un país que ha resuelto mejor que España sus problemas con la memoria histórica. Uno de sus trabajos más célebres y premiados fue acompañar en 2010 a un grupo de forenses durante tres meses, ganarse su confianza y la de las familias. Guerriero es una excelsa representante del movimiento Crónica. Esta crónica (reportaje) revitalizada es la de siempre, la que está siendo expulsada de los grandes periódicos: el reportaje largo, la paciencia extrema, el rigor, las voces de los que tienen algo que decir, la buena escritura, el detalle. Esta crónica y sus cronistas representan la mejor arma contra la crisis y el pesimismo, al menos en Latinoamérica.
El periodismo español vive una crisis profunda, tiene dudas sobre su futuro. América Latina ya superó esta fase; allá están haciendo cosas muy interesantes.
En América Latina vivimos esta dinámica de crisis desde que nacemos. Cada cinco o diez años hay una crisis en la que el Gobierno o el banco se queda con tu dinero, o tu dinero no vale nada. Hay que tener un plan A y diecisiete planes B. Uno crece en esa dinámica en todos los ámbitos: laboral, privado… Vives con precaución y a la vez con un espíritu kamikaze, porque si eres precavido todo el tiempo terminas no haciendo nada. Ese espíritu ha ayudado a que pase todo esto que se dice que pasa con el periodismo narrativo. Por un lado, pasa de verdad; por otro, se habla más de lo que en realidad pasa. Las revistas que publican textos largos, de periodismo narrativo, siguen siendo las mismas cuatro o cinco de siempre: Gatopardo, Soho, Malpensante… Lo que sí siento es que hay mucha más gente interesada en hacer periodismo, y hacerlo bien. Hay una avidez enorme. Aquí pasó algo que en Latinoamérica no ha pasado de manera tan fulminante. El acceso a la tecnología en Europa ha sido relativamente más fácil, la gente se ha acostumbrado a leer el periódico en el ordenador o a descargarlo en el iPad. En Latinoamérica —y es una opinión modesta, de sociología de café—, esto se ha demorado. El acceso a esos dispositivos sigue siendo caro. Aquí quedan pocas cabinas telefónicas, están desapareciendo. Latinoamérica está llena porque casi nadie tiene ordenador, teléfono y qué sé yo. Supongo que aquí la tecnología ha ganado esa batalla, y eso hizo que los medios se preocuparan antes por ver cómo iban a estar compitiendo con ella. Se empezó a pensar demasiado en el soporte y se dejó de pensar en el contenido. En Latinoamérica todavía hay muchos que creemos en que si hacemos esto es para contar historias que valen la pena. No nos quejamos porque asumimos que todas las batallas están perdidas desde el principio, pero hay que darlas.
Siempre han tenido en América Latina la cultura del gran reportaje, del relato literario y la investigación periodística. Aquí, en cambio…
En España también: Chaves Nogales.
Sí, pero quitando a Chaves Nogales, que era un maestro poco reconocido en su época, y unos pocos más, no se apoya este periodismo de fondo. Lo primero que ha desaparecido en la crisis es el gran reportaje y la investigación. Parece la dirección opuesta que deberíamos seguir para superar la crisis.
Sí, es la dirección contraria a la que se debería ir. Depende más de la fe perdida en los medios de comunicación por parte de los estamentos que toman las decisiones, de los directivos. El periodismo de investigación, en un mundo cada vez más complejo y difícil, es más necesario que nunca. No hay tantos lectores que lean los grandes reportajes. Pertenecemos a un mundo de escritores y periodistas, todos somos más o menos lectores, tenemos una biblioteca. Me parece que el mundo no es así en su mayoría. La gente que tiene bibliotecas en casa y lee los clásicos es una minoría. Los grandes reportajes y los textos de periodismo literario son para este pequeño núcleo más lector. El común de la gente busca la noticia, lo inmediato: saber cómo va a estar el tiempo, enterarse de lo ocurrido en el accidente de Santiago, saber cuántos muertos hay en un atentado. El cronista es el tipo que llega después y tarde. Esa producción exige reposo, una mirada más contemplativa. Va dirigido a un tipo de lector más severo y formado. No creo que el lugar de los grandes reportajes esté en los diarios. Los diarios deberían tener uno por día, pero no catorce. También deberían estar mejor escritos, incluso las noticias cortas y sueltas. Exigirle a la crónica narrativa que asuma la responsabilidad de ganar lectores no es bueno, pero es un periodismo muy necesario en un mundo complejo.
¿Es el boom de la nueva crónica parecido al boom de los escritores sudamericanos?
Si a una persona normal le dices: Mario Vargas Llosa, García Márquez o Carlos Fuentes, reconocerá el nombre, recordará la cara, quizá hasta se ha leído alguna novela. Si le dices «crónica» al dueño de una tienda, al chico de la recepción del hotel o a un ingeniero, los pones en un aprieto. Además, la palabra crónica es engañosa porque en cada país quiere decir una cosa distinta. Pero más allá de eso los periodistas narrativos estamos mejor que hace 15 años. Por lo menos se habla más del tema. Pero no creo que sea un boom, ni que sea comparable. ¿Cuántos miles de ejemplares vendían estas personas? Eso fue un boom. El boom sería que mañana, como editora de Gatopardo, me sentara con las piernas sobre el escritorio y dijera «Lluevan veinte crónicas fantásticas para la revista del próximo número».
Su especialidad es el gran reportaje al que dedica semanas o meses. ¿Cómo llega a la idea?
No soy una gran encontradora de historias. Hay cosas que están dando vueltas por ahí y por algún motivo me movilizan. Pero saber por qué, es tan difícil como saber por qué me enamoré de una persona y no de otra. Leo mucha prensa y de pronto algo destella, me provoca curiosidad. En el caso de mi último libro me llamó la atención el titular de una pequeña nota publicada en la primera página del suplemento de espectáculos del diario La Nación en 2008 o 2009: «Los atletas del folclore se preparan para competir.» Las palabras «atletas» y «competir» mezcladas con «folclore» eran disruptivas. ¿Qué es un atleta del folclore? La nota también jugaba con la idea de los gladiadores. Guardé el recorte. En el caso de mi primer libro me llegó una gacetilla, como le llegó a todos los periodistas del diario La Nación, donde trabajaba, de una ONG llamada Poder Ciudadano. Informaban de que iban a implantar un plan de resolución de conflictos entre jóvenes y adultos en un pueblo perdido de la Patagonia llamado Las Heras. Lo iban a hacer porque allí había un enorme conflicto: en un año y medio se habían suicidado 22 personas. Era un pueblo petrolero con un 30% de desocupación. Me dije que no podía ser verdad, y si lo era, entonces ese lugar sería como Macondo. Lo guardé y ese mismo día —era 2002— corrí a fotocopiar la guía de teléfonos de Las Heras. Empecé a llamar y a confirmar la historia. Era real, asombroso. La gacetilla sobre Las Heras me disparó algo que a los otros ochocientos trabajadores del diario no les disparó.
¿Cómo convence a su jefe de que esa es una noticia que merece la pena seguir?
No tengo jefe. En estos dos casos hice las historias por mi cuenta. Viajé sin decir nada, pagué mi propia investigación. Si le hablas a un editor de un pequeño pueblo petrolero, con más del 30% de desocupación, lleno de prostitutas y 12 suicidas en un año y medio es muy posible que te diga que le gusta y te mande hacia allá. De hecho lo había medio hablado con Rolling Stone, pero vino la crisis de 2001 en Argentina y me dijeron que no lo podían pagar. En el caso de los atletas del folclore era muy difícil convencer a un editor. Era una historia sutil. En cuanto la propusiera la iba a exponer a ser bombardeada por una serie de cuestionamientos para los que todavía no tenía respuestas. Necesitaba asegurar la historia para poder transmitir ese entusiasmo a un editor. Así que fui por mi cuenta sin tener claro si iba a ser una crónica para Gatopardo o un libro. Vivo de escribir historias para los medios; no todas me llevan tres meses, si no estaría pidiendo limosna. Hay periodistas de investigación que descubren cosas increíbles mirando un balance. No soy ese tipo de persona. Simplemente miro más de cerca historias que pasan debajo de las narices de todo el mundo. Es la curiosidad la que me lleva a ahondarlas. Cuando tengo que convencer a un editor para alguna de estas historias, por ejemplo un tipo que mide 2,50 metros que casi llegó a jugar en la NBA y terminó pobre, ciego, diabético en el pueblo donde nació en Argentina y que grabó algunos capítulos de Los vigilantes de la playa, trato de construir un relatito de diez líneas que convenza al editor, haciendo hincapié en cuáles son los detalles que me parece que le pueden hacer picar.
El periodismo latinoamericano está cerca del anglosajón en el interés por las grandes historias, en el convencimiento de que el trabajo paciente da resultado, en los editores que cuando leen un texto bien escrito dicen «lo quiero».
Durante mucho tiempo los referentes del periodismo latinoamericano fueron los referentes del nuevo periodismo norteamericano: Tom Wolfe, Gay Talese, Capote… Lo que ha pasado en los últimos 15 años con el trabajo de estas revistas que mencionaba antes, de la Fundación Nuevo Periodismo y de los talleres, es que los referentes se han desplazado. Los periodistas latinoamericanos tenemos hoy como referentes a periodistas como Martín Caparrós. Hemos cambiado.
En el nuevo periodismo y en el periodismo literario hay límites entre realidad y ficción. Hubo un gran debate sobre debido al libro Kapuscinski non-fiction, de Artur Domoslawski, que le acusa de inventarse cosas, de redondear. ¿Cómo ve este límite cuando se hace periodismo?
Creo que el límite es claro, a pesar de que se dice que son difusos: los periodistas contamos hechos reales, cosas que han pasado. Lo esencial es que los hechos hayan acontecido, que no inventes que un señor tiene bigote porque es lo que te conviene, o que a una vieja le faltan los dientes porque es bueno para tu construcción de la historia. O decir que estuviste en un lugar si no estuviste. Es tan fácil como contarlo dejando claro que no estuviste. ¿Por qué mentir? Ese límite es claro. Lo demás tiene que ver con lo formal. En el periodismo narrativo, y en el otro, deberíamos esforzarnos en escribir bien. Poner una metáfora pensada durante media hora no es hacer ficción. Se trata de generar un estilo. Sin estilo no hay texto, pero sin reporteo no hay historia. Si me dan a elegir entre un tipo con mucho estilo que no sabe investigar y lo opuesto, como editora voy a elegir siempre al que sabe investigar y juntos podemos trabajar el estilo. Evidentemente, preferiría a alguien como Caparrós, un tipo que tiene punto de vista, sabe investigar, buscar una fuente y escribe como los dioses.
Es editora de Gatopardo para el Cono Sur y tiene fama de ser una editora criminal.
¿Sí? ¡Qué horror!
Muy exigente con el texto. ¿Cómo es el papel del editor que recibe un trabajo que no ha escrito, pero que lee como lector? ¿Qué puede decir al reportero sobre los ángulos que no ha visto? ¿Cómo es ese diálogo? ¿Suele haber conflictos?
Mi experiencia es bastante grata. No he tenido gente que se haya ofendido. Creo que tiene que ver con cómo uno dice las cosas. Si pido un texto a un periodista es porque me interesa, me parece bueno y supongo que va a entregar un trabajo de calidad. Cuando me entrega el texto asumo que no me ha entregado cualquier cosa. Así que trato de que mi primera respuesta sea sumamente respetuosa, a la altura de su esfuerzo. Intento no ser demoledora. Se pueden decir las cosas de una manera amable. Uno puede ser riguroso sin ser grosero. No hago una devolución pensando en cómo yo resolvería cuestiones del texto, sino pensando en cómo podría hacer ese periodista para resolver las cuestiones dependiendo de su estilo y punto de vista. Tengo una amiga y gran editora chilena, Andrea Palet, que asegura que hay que hacer lo que los japoneses dicen de un buen sastre: zurcir con la propia tela. Hay que editar zurciendo a ese periodista con su propia tela, consultándole, no dando la solución, sino marcando lo que uno cree, como lector. En general, cuando edito los textos, tienen varias idas y vueltas con el autor.
Mario Vargas Llosa tuvo una experiencia desagradable con The New York Times, según leí hace años. Escribió sobre Perú, país del que sabe un poco. El editor le llamó 10 o 20 veces para consultar detalles, hacer precisiones. Vargas Llosa acabó harto. Pero al final hay que reconocer que un buen editor siempre ayuda a mejorar el texto.
Hay textos que no hay que tocarles una coma, aunque son pocos; hay otros en los que tienes que trabajar más para que estén a la altura de lo que esperas. Mi idea es siempre lograr un texto que no tenga fecha de caducidad, que se pueda leer con tanto placer ahora como en 2048. Es lo que pasa con los grandes textos de periodismo. Lees una antología de Gay Talese y es un placer aunque no te interese la crisis inmobiliaria de California de hace no sé cuántos años. Hay un gozo en el cuento bien contado. Otra cosa que me interesa es que el texto periodístico tenga la lógica interna que tiene un relato corto de ficción. Si puedes leer un relato de ficción de 1930 o 1820, ¿por qué no puedes leer un buen texto periodístico dentro de 60 años?
Un problema en la narración periodística es la utilización del yo.
Prefiero ser prudente con el yo. El primer libro que escribí fue en primera persona, pero me lo pensé mucho. Me terminó de decidir la conversación que tuve con un periodista español, Jordi Carrión. Me parece que la primera persona es un recurso muy llamativo, como una muchacha bonita en bikini con unas piernas largas hasta el cuello y bronceada. Es fácil que el lector se interese. La tercera persona es un desafío más interesante. De todas maneras, la presencia del autor siempre se nota, porque el periodismo objetivo es la gran mentira del universo, todo es subjetivo. Siempre hay un autor, alguien recortando una realidad. Me molesta la primera persona cuando veo que el periodista se pone delante de la historia. La primera persona le sirve para decir «Miren qué héroe». Hay primeras personas que me maravillan, como la de Martín Caparrós, que logra contarte la historia en primera persona y nunca se pone delante de la historia. Yo no soy así. Me siento más confortable en esa tercera persona más discreta. El último libro lo escribí en primera persona porque había una enorme cantidad de reflexiones. Me producía conflicto la figura de Rodolfo González Alcántara, arriba podía ser una especie de león o animal salvaje y abajo era un tipo más común. Para explicitar ese conflicto, incluso a la hora de contar su historia, era necesario escribirlo en primera persona. También era importante cómo había sido mi encontronazo con la historia. Fui a contar una historia y terminé contando otra, que es la historia de un hombre en un concurso de baile, no del concurso.
En el libro de estilo de El País está prohibida la primera persona, así que me eduqué en la tercera. En algunos reportajes la primera persona da prestigio al texto, permite licencias porque estás allí; puedes escribir «la luz es amarillenta». Jon Lee Anderson empezó un reportaje sobre Liberia contando que había vivido allí de joven con un familiar. Es un detalle esencial.
Mi escuela con la primera persona es sencilla: me educó Homero Alsina Thevenet, que era el editor del suplemento cultural de El País de Montevideo. Era el año 1991. Cuando empezabas a colaborar como corresponsal te mandaba el Manual para periodistas modestos. Una guía de estilo maravillosa. Una de las cosas que decía el manual era «Utilice la primera persona solo para hablar de una experiencia intransferible».
Muchos periodistas que hacen televisión tienen la tendencia de convertirse en parte del espectáculo. Ese es otro yo, quizá el más peligroso.
Hay una crónica maravillosa de Martín Caparrós en Tanzania titulada Pole pole, en la que él se lastima el pie. La situación es parte de la historia. No está contando que se lastimó el pie para hacerse el héroe. El accidente lo llevó a la casa de un médico, a un diálogo absurdo en el que se enteró de que el doctor era dentista. Eso me encanta, lo agradezco como lectora. Me cuenta más del país y de cuán extraño resulta para un occidental, que si lo escribe en tercera persona.
Da la sensación de que muchos periodistas van a la historia con el titular en la maleta. No dejan espacio a la sorpresa, para el proceso de ir a contar una historia y descubrir otra mejor. ¿Nos estamos perdiendo esas historias escondidas con tanta prisa?
Sí, o por lo menos existe ese riesgo. Pero no es algo de ahora, se da bastante en el periodismo. Muchos colegas van a la realidad a confirmar un prejuicio. Alguien saca una nueva película y las preguntas solo giran en torno a esa película. Los periódicos se han adaptado a las agendas de las discográficas y las editoriales. No hay nada malo en entrevistar a un escritor porque ha sacado una novela, esa puede ser la excusa, pero ¿por qué no tratar de entender la mente que produjo la obra? Me parece interesante que hable de su libro, pero ¿cuál es la vida que lo produjo? Sabemos que Messi es un tipo que no habla. Quien lo va a ver ya sabe que se va a encontrar con un tipo que no habla. Entonces, en vez de quejarse porque Messi no habla, quizás es mejor pedirle al manager pasar una tarde con Messi mirando lo que hace. A lo mejor de esa mirada sobre Messi pueden salir cosas más interesantes que de una charla que confirme que a Messi no le gusta hablar.
Un genio en esto que cuenta es Julio Villanueva Chang, director de Etiqueta Negra. Siempre encuentra un ángulo insólito para sus historias.
El periodismo empieza a ser interesante cuando hay una mirada. Los periodistas que más me interesan son los que saben mirar. La vida se relata por los detalles. Recuerdo una entrevista a un geólogo argentino, era el que había descubierto que Chile era una tierra que había venido navegando por el océano y se había pegado al continente. Era una teoría que en los años 80 parecía un disparate. El tipo, un aventurero que investiga rocas, me dijo de pronto que los domingos iba a misa con su mujer. Le pregunté si creía y empezamos a hablar de Dios. Un tipo acostumbrado a lidiar con la edad de la Tierra, con las piedras que le hablan de cosas concretísimas y le dicen que este planeta tiene una edad determinada. En principio Dios no sería una materia para hablar con un geólogo. De pronto una pregunta te cambia la mirada.
Hace poco entrevisté a Aurora Venturini, una escritora platense de más de 90 años. Tres años antes ganó el premio a la nueva novela que daba el diario Página 12 con un jurado prestigiosísimo. Leyeron Las primas y pensaron que estaba escrita por alguien de 25 años, totalmente punk, con una escritura revulsiva. Abrieron el sobre y descubrieron a una mujer de 87. Se transformó en un fenómeno literario. Es buenísima. Fui a entrevistarla con la excusa de mujer mayor ganando un premio con una novela que parece escrita por alguien joven. Al marcharme le pedí permiso para sacar fotos a las paredes de su casa, que estaban repletas de fotos, pasajes de avión. Una vida puesta en las paredes. Le dije que no las publicaría, que eran para mí. Al llegar a casa y bajar las fotos, me fijé en una foto chiquitita de una nena con una canastita con flores de plástico, un vestido corto, zapatos rojos, un camafeo. Me sonó la foto. Ojeé el libro Las primas y encontré en él la descripción de una nena que se va a sacar un foto. La foto es la foto de la niña de la canasta de flores. Ella tiene un hermano al que llama Canelón porque es deforme, baboso, una malformación severa de nacimiento. La llamé y pregunté si la chica de la foto era ella; me dijo que sí. Aún no tengo claro si Aurora tuvo ese hermano o está inventando su propia leyenda, pero el hecho de que la foto estuviera allí y ella hubiera jugado en el libro con esa foto… Cuando uno saber mirar surgen líneas narrativas. Al final al lector no le queda claro, igual que a mí, si el hermano existió, si la historia es la de su vida, pero dejas sembrada una duda que me parece más interesante. La foto me dio la palanca para el punto de vista: la duda de si Aurora contaba una leyenda o era una historia real.
Estoy releyendo las memorias de García Márquez. Es difícil avanzar, cada poco debo parar y sonreír. Él nació en una familia mágica, pero como él es mágico también pudo crear un mundo literario propio. Hay escritores mágicos sin familia mágica que deben inventar la magia. Hay familias mágicas sin escritores mágicos que se pierden. La clave es saber ver lo extraordinario que está alrededor para poder construir un relato.
Sí, cuando uno es periodista debe vivir con el radar. Supongo que cuando uno es escritor de ficción —cosa que yo no soy— se vive algo parecido. Es una especie de oreja gigante hacia cosas que deberían llamar la atención. El periodista tiene la obligación de hacerlo, mientras que el escritor de ficción puede nutrirse de otras cosas. Nosotros tenemos la obligación de saber mirar. La mirada es un músculo que se entrena. Pongamos un caso extremo que entenderás porque haces guerras: te hunden en una realidad completamente alterada y desconocida. Tienes que decidir todo. Debes tener información previa, pero sobre todo tienes que decidir el punto de vista. Encontrar en esa maraña de la realidad un eje donde anclar tu crónica. Sin ir al extremo de la crónica de guerra, un periodista que va a un pueblito y hace una crónica de viaje también tiene que encontrar dónde anclar su crónica. Lo más importante en una persona que escribe periodismo es saber lo que quiere decir. La gente sigue diciendo cosas extraordinarias y haciendo cosas extraordinarias. En mi último viaje a Madrid pasé por la puerta de una iglesia. Iba mirando al piso. Cuando atravesé el portal de la iglesia vi pegados al suelo unos troqueles, de esos que hay en los carteles colgados en los postes de la luz ofreciendo informáticos o manicuras a domicilio. Había colocado la publicidad en el suelo. ¡Qué tipo tan genial! El nombre era latinoamericano. Me dije que los españoles tenían razón en tener miedo, porque esto es inteligente. La gente va por la calle mirando al suelo, no a los postes de la luz. Es una anécdota un poco exagerada. Soy periodista, tengo que ver estas cosas y analizarlas. La realidad, con un objeto mínimo, te puede decir algo grande. Hay que vivir con el ojo abierto pero sin el artificio de creer que toda historia encierra una metáfora. A veces es lo que es.
¿Qué diferencia hay entre una historia pequeña que muere en la pequeñez y una historia pequeña a la que si le encuentras las conexiones se convierte en grande?
No creo que todas las historias pequeñas se puedan transformar en grandes, así como tampoco creo que toda la gente tenga algo interesante que contar. Hay gente que no tiene ninguna historia interesante para contar. El tipo que dice «Si escribiera mi vida tendría un libro» seguro que no es interesante, ni tiene libro ni historia. Lo que transforma una historia en apariencia pequeña con mucho potencial en una grande es la mirada del periodista y cómo logra bajar esa mirada a la escritura. La mirada y las formas son muy importantes.
Uno de sus trabajos premiados es la historia de unos antropólogos forenses. Argentina es uno de los países con más desaparecidos junto con Guatemala y Chile. En España no aceptamos los hechos pese a tener 113.000 desaparecidos forzosos documentados. Los mejores antropólogos del mundo son guatemaltecos y argentinos. ¿Cómo vivió aquella historia? No era Ruanda, estaba en su país, algo que salpica emocionalmente.
Los antropólogos forenses son bastante ariscos. No son personas que acepten fácilmente la presencia de un periodista. Antes había hecho una historia tremenda de una nieta recuperada, una historia políticamente incorrecta porque la chica no estaba contenta con que le hubieran revelado que sus padres eran apropiadores y no se llevaba bien con su familia biológica. Era lo contrario a un final feliz. Era mi único antecedente en un tema relacionado con los desaparecidos por la dictadura. Como no conocía a los antropólogos forenses les propuse vernos y tomar un café. Mi primer encuentro fue con Silvana Turner. En ese mismo momento ella me dijo que si quería podíamos empezar a hablar. Sentí que ya estaba dentro. Les propuse hacer un trabajo muy largo, instalarme en sus oficinas. Iba tres o cuatro veces por semana. Estaba sumamente sumergida en el tema. Era necesario. Me tenía que transformar en una especie de mosca en la pared. Era gente amorosa pero reticente y arisca. Así que un periodista era una especie sospechosa: no daban entrevistas. Me acogieron y fui venciendo las reticencias, fui hablando con todos. Vieron que mi trabajo iba en serio cuando llegó el cuarto día y yo estaba parada contra una pared tomando notas sin molestar. Quizás cuando vieron el tipo de preguntas que hacía, cuando se dieron cuenta de que estaba dispuesta a aprender y me daban miniclases. Estuve tres meses. Los dos primeros fueron más intensos. Al final pude asistir, como quería, a una exhumación de restos en un cementerio. Se empezó a postergar porque llovía. Cada vez que había posibilidad de excavar, llovía. Finalmente, un día de noviembre partí con ellos al cementerio de La Plata. Lo debo recordar como uno de los días más bellos de mi vida en todos los sentidos. Los vi trabajar y vi en la práctica todo lo que me habían contado. Vi cómo se relacionaban con las familias. Me recordó a como trabajo, lo que fue una complicación a la hora de escribir. Esa tarea terminó y encontraron restos de tres cuerpos. Era un día fantástico en un cementerio muy bonito. Me gustan los cementerios, gusto que comparto con Maco Somigliana, uno de los forenses. No se vivía un ambiente tremebundo. Era de respeto pero en absoluto tétrico. Cuando empezaron a salir los huesos, la forma en la que se desarmaban era profundamente científica y respetuosa. Con la presencia de la familia mirando y grabando. Nos fuimos sucios y llenos de tierra a comer a una parrilla. Para mí fue muy sentido, era mi último momento con ellos. Nos despedimos, les di las gracias y me retiré diciendo que les avisaría cuando saliera la nota, cuya primera versión, más corta, apareció en El País Semanal. Cuando se publicó me lo agradecieron. Me dio mucho placer porque no tenía claro si les iba a gustar. Uno no escribe para que guste; uno escribe lo que siente que tiene que escribir. A partir de ese momento empezaron a invitarme a las fiestas del equipo en final de año, al cumpleaños de uno, al cumpleaños de otro. Ahora somos amigos. Sería difícil volver a escribir sobre ellos. Es la única vez en veintipico años de trabajo que he quedado profundamente unida a protagonistas de una historia que cuento.
Cuando termina la recolección de datos, emociones y colores, ¿qué sucede? ¿Lo tiene estructurado en la cabeza o empieza un proceso más complicado, que es seleccionar y descartar? Otra discusión eterna en periodismo: cuándo los datos y testimonios son demasiados y aplastan y cuándo son demasiado pocos y aún no hay historia.
Uno nunca puede saberlo todo. Siempre puede salir alguien diez años después de que lo entrevistes y cambiar radicalmente la historia. Puedes pasarte un año entrevistando a una persona y que nunca te confiese que tiene una amante. Esto cambia las cosas. No es lo mismo una persona con un amor tremendo oculto que una persona sin ese amor. Tengo que tener la sensación de que lo sé todo. Ahí me detengo, pero con la humildad de que en el fondo saberlo todo es imposible. Pero si no tengo esa sensación de saberlo todo no me puedo sentar a escribir. No voy escribiendo la nota a medida que la hago. Quiero decir que, tras el reporteo previo y las entrevistas con la gente, me retiro, imprimo todo y me vuelvo a leer todo lo que leí para el reporteo previo sumándole todo lo que tengo de las grabaciones de las entrevistas. A partir de ahí empiezo a pensar cómo empezar el texto. Cuando lo tengo claro me siento a escribir. Ese saber cómo empieza tiene que ver solo con la frase de arranque, la idea del primer párrafo. A partir de ahí empiezo a incluir material sin un rumbo demasiado fijo hasta lograr una especie de primera versión monstruosa que nunca verá la luz. Solo me sirve a mí para que me explique la historia. Esa primera versión es una selección de todo el material que voy a poner en la historia. Lo que no entra en esa versión quedará fuera para siempre. A partir de esa primera versión empiezo a pulir. Ese es el verdadero proceso de escritura.
António Lobo Antunes, escritor portugués, decía que cuando termina una novela solo tiene una novela debajo. Entonces empieza el trabajo del orfebre o del jardinero que tiene que quitar la hojarasca que hay sobre la novela.
Es la famosa teoría del iceberg de Hemingway: si hay un cinco por cierto que flota, ese cinco por ciento flota porque hay un 95% que no se ve, pero que si no está se nota. Lo que logras con ese reporteo absurdamente demencial y enorme -como decía Kapuscinski con aquello de que por cada página que uno escribe debería leer doscientas- es una voz autorizada.
Si tuviera que sentarme a escribir sin tener claro el arranque sería incapaz. Necesito ir estructurando mientras recolecto el material. Si hay algo que me llama la atención, me digo: ese es el arranque. Es como si todo se fuera ordenando en mi cabeza y cuando llego a escribir simplemente tengo que colocar las manos en el odenador y esperar.
Son métodos. Julio Villanueva Chang escribe en la primera versión de sus textos lo que le quedó en la memoria. Después va a los papeles. Cada uno tiene su método y cuando todo falla lo único que uno tiene que ser capaz es de saber cuál es ese método.
Hice un reportaje para Jot Down sobre Guatemala. El último día fui a ver al antropólogo forense Fredy Peccereli, antes de ir al aeropuerto. Fue mala suerte porque era fantástico. Me contó algo que me dejó impactado; un reportaje que no pude escribir. El día que su centro anunció que tenía un banco de ADN para hacer pruebas a los familiares temieron colas kilométricas en un país con 40.000 desaparecidos. No fue nadie. Pasar de buscar tu desaparecido entre los vivos a buscarlo entre los muertos es un paso enorme.
Son procesos internos larguísimos. La desaparición de una persona es un acto perverso. Imagino que para las familias que tienen desaparecidos ha sido muy duro. El paso de los días, la reconstrucción inevitable y horrible que uno hace de «la última vez que lo vi». Hay un poema de Borges que me resulta aterrador. Dice: «¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido?». Esa idea me produce un terror profundo. No saber a quién viste por última vez. Si le sumas el saber que esa persona querida atravesó momentos de dolor, miedo y quién sabe qué. Si le sumas el saber que esa persona está muerta, entiendo que no fuera nadie.
¿Cómo es posible que España, el segundo país con más desaparecidos forzosos del mundo después de Camboya, no investigue, que aún sea un tema tabú? No hubo una reconciliación que permita afrontar el pasado.
Esa ausencia de reconciliación se ve mucho. Recuerdo que cuando estuve acá un tiempo largo, en 2010 o 2011, pasó lo de Baltasar Garzón. Para mí era naturalísimo: si no lo hicieron hasta ahora era obvio que había que hacerlo. Recuerdo con emoción los juicios que promovió Raúl Alfonsín en Argentina. Visto desde el tiempo fue algo demencial porque la dictadura terminó el martes y el jueves se estaba enjuiciando a esta gente. Fue muy rápido en un momento democrático endeble. Fue en ese momento cuando empezaron a trabajar los antropólogos forenses y les preocupaba mucho un posible retorno de los militares. En este sentido Argentina ha sido un país extrañamente evolucionado. Después vinieron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Ahora se está juzgando a la gente que fue perdonada. Pero el primer movimiento inmediatamente después de la caída de la dictadura fue ejemplar. Yo, que he crecido en la idea que esto es lo que hay que hacer con un criminal que ha matado desde el Estado, me cuesta comprender lo que pasa acá.
En la Comisión de la Verdad de Sudáfrica, que presidió Desmond Tutu, hubo momentos emotivos, impactantes. Una mujer escuchaba al policía que hizo desaparecer a su hijo. El policía explicó cómo lo mataron, lo trocearon y quemaronen una barbacoa para hacer desaparecer el cuerpo. El policía estaba arrepentido. Cuando terminó la mujer le dio las gracias porque lo único que quería era saber la verdad. Saber la verdad es esencial para construir el futuro.
No todo el mundo quiere oír la verdad, eso hay que respetarlo. No todo el mundo recibe como una gran noticia el saber que han encontrado los restos de su hermano. Hay quien prefiere quedarse con la historia que cree que fue verdad. No se los puede culpar. Pero como sociedad sí estamos obligados. Si esa persona no quiere ir al juicio tiene todo el derecho a no hacerlo porque ya perdió todo, ya está jodido. Pero como sociedad uno no se puede negar a saber estas cosas. Como ciudadana me siento responsable. La dictadura no me tocó directamente a ningún ser querido, no tengo desaparecidos, pero siento la responsabilidad de leer, enterarme e informarme. Me cabreó muchísimo que el Gobierno de Menem aprobara los indultos. Me pareció la hideputez máxima que se puede hacer con un pueblo.
¿Cómo está ahora Argentina con Kirchner y la batalla con los medios?
Es una situación complicada y convulsa. En materia de derechos humanos se han hecho cosas interesantes y cosas no tanto. A veces se ha hecho un aprovechamiento populista del discurso de los derechos humanos. Es un momento complicado. Me parece que afuera hay una mirada reduccionista de lo que pasa en Argentina. Cuando viajo me preguntan por Argentina como si fuera un lugar casi en guerra. Me enoja esa mirada, esa visión. Creo que hay muchos logros y muchas fallas que tienen que ver con la comunicación de lo que se está haciendo y la conversión de las críticas en una confrontación permanente. Por supuesto que no es malo el compromiso político de la gente, pero sí que no se pueda hablar de manera racional. Se habla desde el kirchnerismo y desde la oposición como desde dos lugares de fanatismos extremos. Es una cosa extraña. Te planteas con quién te tomarías un café y no te decides.
Te lo acabas tomando con Messi.
Sí, me voy con Messi, que no habla.
Existe un poco de racismo subyacente. Hay países que caen bien y otros que caen mal. Argentina cae mal, mientras que Brasil cae bien. Argentina es la bronca y Brasil es la samba, el fútbol bonito y Copacabana.
Es cierto. También hay un elemento misógino. Las presidentas que caen bien y se respetan son las que tienen un rol y un aspecto casi varonil: Merkel. Bueno, no es que Angela Merkel caiga precisamente bien. O Bachelet, Roussef, que son señoras con su trajecito Chanel. Con la presidenta de Argentina se cargan las tintas. No sé si se le está dirigiendo una mirada algo machista, incluso desde mujeres periodistas. Reconozco que hay muchas cosas que no me parecen buenas y me encantaría que hubiera un espacio donde se hable con comodidad. Se habla con libertad pero sin comodidad.
Si tuviera que dar un premio a un líder latinoamericano actual ¿a quién se lo daría?
Se lo daría a mis amigos del equipo de antropología forense.
El presidende de Uruguay, Pepe Mujica, tiene mucho…
Sí, a Pepe Mujica sí, pero también hay cosas de él que me desorientan. Algunas me gustan mucho, pero hay otras… Pero sí, si tuviera que elegir uno, elegiría a Mujica. En muchas cosas es un presidente que me gustaría tener. Su cosa de un ciudadano de a pie me gusta.
Se puede confiar en un presidente que sabe prepararse el café.
Un tipo que sigue viviendo en la misma casa en la que vivía. Lo que me resulta interesante es que no veo en eso una actitud populista o demagógica, me parece auténtica. Me imagino a la gente de seguridad; si fuera el presidente de Brasil o Argentina volvería loco a todo el mundo. Eso de salir caminando sin custodia a comer tallarines…
¿Cómo ve la situación en Venezuela?
Está complicado. Me parece que a Venezuela se le aplica la misma mirada reduccionista que se aplica a Argentina. Creo que en Venezuela sí hay un extremo de polarización, se ve claro. Pero esto es sabido, lo puede ver cualquiera, esté a favor o en contra del chavismo. Me sigue llamando la atención esta intención de algunos líderes de seguir ahondando en esa división. El ellos y nosotros, el querer gobernar para la mitad del país. Me llama la atención hasta desde el sentido común. ¿No tendrían una vida más fácil si trataran de conversar ese proyecto en otros términos que no fueran los confrontativos? En este momento la economía de Venezuela me produce mucho temor.
Maduro no es Chávez, no tiene su prestigio.
Por supuesto que no es Hugo Chávez. Un Chávez nace cada 100 años. Un tipo con carisma y capacidad de liderazgo y de construcción de su propia leyenda que podía gustarte o no, pero se murió y se acabaron con él muchas de las cosas que se podrían haber hecho. Pensé que Maduro era más endeble y no lo es tanto. Me sigue pareciendo sumamente divertido cuando se equivoca con lo de los penes y los peces.
Se corrigió y lo volvió a decir, no le salían panes y peces.
Ahora ha decretado que la felicidad es una cuestión de Estado. Y eso de que hablara con el pajarito… Todo eso me parecía muy chaviano. Lo que pasa es que Venezuela es un país que viene arrastrando un montón de problemas, y eso sí es una papa caliente. Ahora el problema que tiene es con las divisas: el dólar a cuatro, seis o 40 bolívares. A veces tengo la sensación de que Venezuela es como el «punching-ball» preferido de muchos gobiernos o periódicos. Darle duro a Venezuela es fácil. Cuando leo lo del desabastecimiento, que no hay papel higiénico, prefiero preguntarle a mis amigos venezolanos si de verdad pasa eso. Algunos se lo toman con más humor que otros. Parece que la situación es complicada de verdad, incluso para la gente que simpatiza con el chavismo. Cuando conseguir un litro de leche se transforma en una aventura por los supermercados, la vida cotidiana se transforma en una pesadilla. Mucha gente habla de Venezuela sin saber, yo incluida, porque es muy fácil generar admiración o rechazo por estos seres tan vistosos como Chávez o Maduro.
Publicado en JotDown
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