por Emilio de Gorgot (Tomado de Jot
Down)
Es uno de los personajes más perturbadores de la historia
del cine, encarnado por uno de los más grandes actores que jamás hayan existido,
y por si fuera poco, bajo la batuta de uno de los más grandes directores. Aun
así, nunca deja de sorprender que semejante largometraje, con una temática tan
dura, fuese rodado en 1931, pero esa es la realidad. A día de hoy, incluso
cuando ya hemos visto muchas películas considerablemente más explícitas, las
andanzas del siniestro Hans Beckert siguen poniéndonos los pelos de punta.
Aunque, por descontado, sacar adelante aquella idea no resultó tarea fácil.
El director austriaco Fritz Lang y
su esposa, la autora Thea Von Harbou, ya
habían dejado su impronta en la cinematografía del siglo XX con Metropolis,
adaptación de la clásica novela de ciencia-ficción que ella había escrito — con
la intención precisamente de llevar la historia a la pantalla— poco antes. Unos
años después, en 1930, escribieron juntos una nueva historia que estaba
inspirada por la sección de sucesos: se habían producido algunos escalofriantes
casos de asesinos en serie que habían aterrorizado Alemania y Lang-Von Harbou
vieron en ello material susceptible de convertirse en un nuevo film. Fue así
como concibieron las andanzas de un depredador sexual y asesino de niños. Ni
que decir tiene que la temática era delicadísima de tratar en aquellos tiempos.
La idea resultó muy chocante para su época, hasta el punto de que el cineasta
llegó a recibir amenazas de muerte mientras trabajaba en la producción, por más
que el asunto fuese de candente actualidad en Alemania debido a casos como el
de Peter Kürten,
el “Vampiro de Düsseldorf” (el cual, pese al título que se le dio en España a
la película, no era exactamente la inspiración directa del personaje central).
Pero Fritz Lang ni siquiera tuvo que esperar a que fuese conocido el argumento
de su futuro film para tener problemas: algunos mandamases de su estudio
pertenecían al NSDAP —el pujante partido de Adolf Hitler, que todavía no estaba en el poder pero ya contaba
con un gran número de seguidores y mucha influencia social— y sospecharon que
aquel proyecto, inicialmente titulado Un asesino entre nosotros,
iba a convertirse en una plataforma para lanzar una crítica a los nazis y a su
líder (ya que el argumento contenía su dosis de reflexión social). Lang tuvo
que pelear para que se le permitiera filmar el largometraje, ya que al
principio el estudio le negó poder utilizar las instalaciones. Sin embargo, la
película —que terminaría llamándose sencillamente M— no era un
ejercicio de crítica política, sino más bien un film que entremezclaba suspense
y horror con la observación de los efectos que una oleada de crímenes podían
tener sobre el ciudadano de a pie. Un retrato del horror, en definitiva.
Lang estaba decidido a ilustrar la diabólica figura de un
individuo dominado por pulsiones criminales tan abominables que resultaban más
propias de una bestia, pero no quería construir un criminal estereotipado, un
típico villano de celuloide. Los asesinos y depredadores sexuales de los
periódicos eran individuos que llevaban una vida normal y escondían sus
apetitos tras una apariencia perfectamente convencional, y eso era precisamente
lo que Fritz Lang quería en su película. Necesitaba a un actor que pudiera
retratar con efectividad a un ciudadano de aspecto inofensivo y, sin siquiera
tener que cambiar de plano, poder transformarse en un monstruo cruel
desprovisto de limitaciones morales. Un trabajo nada fácil para un actor en
unos tiempos donde prácticamente no existían precedentes con personajes de esas
características. El intérprete que Lang escogiese podía fracasar en su intento,
o bien modelar una figura de leyenda. Sucedió lo segundo.
Su elección recayó en un joven actor de origen húngaro
llamado Laszlo Lowenstein,
a quien conocemos mejor por su nombre artístico, Peter Lorre.
A sus veintisiete años, Lorre se había hecho un hueco en el mundillo teatral y
de la vanguardia, pero era desconocido para el público y desde luego no era
casi nadie en el ámbito del celuloide. Aun así, Fritz Lang vio en él todas las
cualidades que estaba buscando para su tétrico personaje de Hans Beckert,
especialmente aquella capacidad para transformarse en segundos y pasar de lucir
un aspecto anodino a proyectar una vibración inquietante y amenazante. Peter
Lorre parecía dominar todos los registros: era capaz comunicarse con el público
efectuando un leve gesto facial que apenas fuese captado por la cámara, pero
también podía embarcarse en exhibiciones grandilocuentes propias de aquellos
escenarios teatrales en donde se había curtido. Aquello era justo lo que el
director necesitaba: un hombre que resultase igualmente convincente en el
terreno de lo sutil y en el de —con comillas— la “sobreactuación”. El pasado
teatral de Lorre también resultaba relevante porque M iba a
ser la primera película sonora firmada por Fritz Lang, así que se necesitaba
alguien capaz de transmitir con su voz lo mismo que transmitía con sus gestos.
Pese a tratarse del debut de Lang en el cine sonoro, el
vienés hizo una transición brillante desde el cine mudo al sonoro y demostró
—como en el caso de Alfred Hitchcock—
poseer un instinto natural no solamente para la imagen sino también para el uso
dramático del sonido. Utilizó ruidos de todo tipo para puntuar la acción,
añadiendo acentos y matices ambientales en muchas escenas, a menudo de manera
sorprendente. Particularmente célebre fue la curiosa costumbre del protagonista:
en sus paseos por la ciudad, el depredador Hans Beckert silba siempre la misma
melodía (En el palacio del Rey de la Montaña, tormentosa pieza
perteneciente a la suite Peer Gynt del compositor Edward
Grieg). La repetición obsesiva de las mismas notas terminaba
adquiriendo tintes verdaderamente tenebrosos cuando la veíamos asociada a las
actividades criminales de Beckert; de hecho, muchos críticos consideran esa
melodía como el primer uso de un leitmotiv sonoro en el mundo
del cine. El silbido del asesino servía a Lang para acongojar al espectador,
manipulando su percepción sobre un elemento aparentemente alegre —una
musiquilla despreocupada— mediante la asociación de esa melodía a los actos más
horrorosos y sangrientos. De manera similar a como también hizo el mencionado
Hitchcock, Lang superó a muchos directores del momento a la hora de entender la
enorme importancia expresiva del sonido. De hecho, en esta película parece
menos interesado en los diálogos que en el sonido ambiente. Por cierto, Peter
Lorre tenía problemas para silbar la famosa melodía sin perder el aliento, así
que esos silbidos que escuchamos en el film fueron añadidos a posteriori y no
están realmente ejecutados por él, sino ¡por el propio Fritz Lang!
Sea como fuere, Lang rebajó la carga de expresionismo de su
cine anterior (sin eliminarla, por supuesto) y optó por una narración más
directa, descargando buena parte de la oscuridad del film sobre los hombros del
actor principal. Y Peter Lorre respondió con un despliegue que va más allá de
la brillantez. Su retrato del siniestro Beckert adquirió tintes verdaderamente
épicos y Lorre se las arreglaba para, con su sola presencia, transformar
escenarios cotidianos en auténticas estampas de pesadilla. Una de mis
secuencias favoritas es aquella en que lo vemos con expresión relajada,
comiendo una manzana ante un escaparate. De repente, ve en un espejo que hay
una niña detrás de él. Sin girarse, Lorre empieza a desgranar todo un
repertorio de gestos inquietantes que exteriorizan la lascivia enfermiza y la
repentina desesperación predatoria del asesino de niñas: un solo movimiento de
ceja le basta para transformar al Hans Beckert inofensivo en una aberración
sedienta de sexo y sangre. A partir de ahí, cada uno de sus ademanes son los
propios a un hombre que evidentemente acaba de perder el control, por más que
se encuentre en plena calle y haya de disimular su arrebato. Se frota los
labios, se queda inmóvil como un cazador al acecho e incluso parece a punto de
desmayarse, azotado como está por impulsos tan poderosos que le hacen perder el
dominio de sí mismo.
La secuencia nos muestra que el depredador ha despertado.
Como una manera de recuperar el control sobre sí mismo —sin abandonar eso sí,
sus oscuras intenciones— Beckert comienza a silbar su cancioncilla, cuyo ritmo
va acelerándose al mismo tiempo que aumenta su propia excitación mientras sigue
a la niña por las calles, esperando el momento apropiado para apoderarse de
ella. Repentinamente, Fritz Lang retira a Peter Lorre del objetivo de la cámara
y nos pone a nosotros, a los espectadores, en el punto de vista del asesino:
vemos a la niña deambulando de escaparate en escaparate mientras el siniestro
silbido nos llega desde fuera de plano, ejerciendo como tenebrosa banda sonora
de la cacería. Al mostrarnos ese acecho desde fuera, sentimos estar detrás de
los mismos ojos del enfermizo Hans. El cineasta nos descoloca, arrojándonos a
una cruda perspectiva que va más allá del tradicional “punto de vista del héroe”.
De repente, el villano ya no es una figura a la que se enfrentan los
protagonistas de la película, sino que su maldad se convierte en la propia
esencia de esa misma película. Apenas minuto y medio de (aparente) sencillez
narrativa que constituye uno de los momentos más exquisitos del cine de
suspense y terror:
Esta escena es uno de los mejores ejemplos de la
compenetración expresiva entre Fritz Lang y Peter Lorre. Primero, el director
utiliza al actor como herramienta para establecer el tono emocional de la
secuencia. Es Peter Lorre quien, con su interpretación, nos muestra lo que está
pasando y nos horroriza al hacernos contemplar su transformación.
Inmediatamente después Lang lo retira de la pantalla… pero nosotros creemos
seguir viéndolo, aunque ya es únicamente la cámara quien persigue a la niña.
Tal es esa compenetración entre ambos que resulta difícil
decir dónde termina la responsabilidad de Lorre y dónde empieza la de Lang a la
hora de conseguir una atmósfera tan angustiosa, por más que la secuencia de la
persecución esté claramente dividida en dos. Como por arte de magia, el tándem
director-actor se diluye y se transforma en una nueva figura: como en un dúo de
instrumentistas, cada uno refuerza el trabajo del otro, escuchándose mutuamente
y tratando de aportar al conjunto más que sencillamente intentar sobresalir por
separado. Esta fusión se repetirá en diversas ocasiones a lo largo del film,
aunque naturalmente hay también secuencias para el lucimiento en solitario del
director y, cómo no, del actor. A destacar el famoso monólogo en que un desesperado
Hans Beckert nos habla de los demonios que alberga en su interior, una
secuencia tan desgarradora como paralizante en la que Peter Lorre consigue
exteriorizar el repugnante interior de Beckert y, al mismo tiempo, hacer que
casi lleguemos a compadecernos de él… ¿la manipulación del psicópata o la
sincera confesión de un alma torturada?
El estreno de la película, naturalmente, causó un tremendo
impacto. Fritz Lang la consideró su mejor largometraje, por más que en su
momento fuese considerada demasiado “larga” y “lenta” (hoy estamos más
acostumbrados a ese ritmo, pero en los años 30 se estilaba un cine más rápido y
directo, más “entretenido”) y desde luego no podríamos llevarle la contraria.
Por su parte, Peter Lorre se convirtió en un actor de renombre internacional
aunque, siendo como era de familia judía, terminó emigrando a Estados Unidos
tras el ascenso de los nazis al poder. En Hollywood se convirtió en uno de los
secundarios más célebres y solicitados de la industria. Desgraciadamente, su
físico extraño y el encasillamiento producido por haber encarnado a un
psicópata hicieron que el cine estadounidense no supiera volver a ubicarlo como
el protagonista que merecía ser, aun siendo ostensiblemente mejor actor que no
pocas de las estrellas con las que trabajó. Aun así, su fama siguió creciendo y
todos lo hemos visto iluminando con su extraordinario talento clásicos como
Casablanca, El halcón maltés o Arsénico por compasión. Equivocadamente
clasificado como actor “de carácter”, Peter Lorre se las arregló para brillar
en mitad de repartos repletos de otras leyendas, aun cuando no dispusiera de
muchos escenas o líneas de diálogo. Sus interpretaciones solían resultar tan
excelentes que incluso en películas menores parece estar actuando como si
estuviese en mitad de una obra maestra.
También Fritz Lang terminó marchándose a Hollywood, incómodo
con el ascenso de los nazis al poder. Aunque Lang no fue, en principio, un
feroz antinazi, tras citarse con el ministro de propaganda Joseph Goebbels
—quien quería ficharlo como “cineasta del régimen”— se sintió considerablemente
inquieto por la conversación y decidió abandonar Alemania.
Pero volviendo al film, esta secuencia del escaparate es la
celebración de dos genios del cine en plena plenitud de sus facultades. Al
menos para mi gusto, el retrato que Lorre hace de un psicópata eclipsa mucha
otras interpretaciones similares de otros actores en décadas más recientes. Su
asesino de niñas resulta particularmente escalofriante porque no es una figura
novelesca a lo Hannibal Lecter, sino un hombrecillo de carne y hueso con el que
podríamos cruzarnos en la parada del autobús sin apenas reparar en él. Alguien
insignificante que oculta un grado de oscuridad que difícilmente podríamos
concebir viéndolo en situaciones cotidianas. La manera en que Lorre dejaba
fluir la monstruosidad de su personaje resultaba descarnadamente directa, sin
artificios histriónicos pero con la pasión incendiaria de un ser esclavizado
por los más bajos instintos. Es más, cuando Lorre “sobreactuaba”, lo hacía con
una crudeza tal que ni siquiera nos permitía el reposo de mostrarnos incrédulos
por sus exaltados gestos. Ello, unido a la extrema sabiduría de un Fritz Lang
que no solamente construía unos planos de artesanía renacentista, sino que
conocía el momento preciso en que llevar la secuencia de un formato al otro. Un
gran actor, un gran director, una gran película.
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