Para adentrarse en un país es necesario un estado de ánimo especial. El viajero de provincia no mide el tiempo por relojes convencionales y debe ser insensible a la grisura habitual a las pequeñas estaciones de trenes y paradas de ómnibus. Ha de andar ligero de equipaje, o en su defecto muy atento a cualquier vibración del ambiente, a la más mínima oscilación que presuponga la llegada del transporte.
Las estaciones y paradas –el hábitat
natural del viajero de provincia- son sitios desolados; incluso aquellas
repletas de pasajeros, despiden el hálito de la impotencia propio de la espera.
Esta espera poco tiene que ver con la de tipo esperanzada del enamorado; es más
cercana a la espera del condenado a muerte, que éste sabe inevitable y aguarda aburrido.
No hay diferencia entre coche de
caballos, ómnibus, tren o automóvil para el viajero de provincia; todos son
prefiguraciones del futuro, instrumentos del tiempo que los llevan más
adelante. La distancia recorrida es lo de menos, lo importante es ganarle la
mano a la quietud.
Hay algo de sabio en los ojos del viajero
de provincia, una luz opaca que habla de montones de kilómetros recorridos y
esperas más allá de cualquier resentimiento. A estos viajeros, como a los
maestros budistas, las preguntas sobre cuánto falta para llegar a tal lugar, o
qué tan lejos queda este sitio nada le dicen; los mapas y los calendarios por
los que se rigen –si es que efectivamente se rigen por alguno- son el ciclo del
viento, el aullido ronco de los perros frente a las cercas en las noches
cerradas, lo que tarda en crecerle la barba a los mendigos.
El viajero de provincia mira atento el
paisaje porque conoce el valor de las paradas oportunas. Ya habrá tiempo para
llegar a la meta; ahora lo que importa es escuchar a ese guitarrista
manouche que extiende su pañuelo a un
costado de la estación, ahora lo trascendente es entrar a descubrir qué se
esconde tras esa puerta anunciada con un cartel de neón rojo y lascivo, ahora
es tiempo de conversar con la señora que cuenta leyendas al tiempo que tira las
cartas a los paseantes crédulos.
Sin proponérselo, el viajero de provincia
se convierte a fuerza de los kilómetros acumulados en un griot involuntario,
una reserva absoluta de la fábula que rueda y rueda trasvasando historias por
doquier.
Un día vendrá de la ciudad un equipo de tipos
listos y uniformados, quienes se forrrarán impartiendo conferencias,
seminarios, congresos y charlas a costa de una antología de cuentos de viajeros
de provincia. Mientras, estos morirán con lo justo, conscientes de que lo otro
-el dinero de las ventas del best-seller,
el sexo en los cocteles y las portadas de las revistas-, es apenas el consuelo
de tontos de los que no saben viajar.
Matanzas, 24 de marzo de 2013 4:06 pm
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